Michoacán Informativo

A 76 años del Parhíkutin

Por Lamberto HERNÁNDEZ MÉNDEZ

Zacán (Los Reyes), Michoacán 19 de febrero de 2019.- En los albores del año de 1943, algo grande se anunciaba para los habitantes de Parangaricutiro; las torres rígidas y solemnes, los prístinos sones de sus campanas, el concierto mañanero, las notas vagabundas del viento que ruedan por los barrancos, que retozan por las praderas, que suben por los montes hasta llegar a todos lados, los pinos heridos por los garfios del sol naciente, el canto del jilguero, la naturaleza toda, hablaba según su idioma, de algo desconocido hasta ese entonces en sus dominios, de un monstruo ardiente que despertaba de su letargo, luego de haber guardado silencio durante miles de años, hasta el 7 de febrero de 1943 que se anunció con repetidos temblores.

El entonces presidente municipal de Parangaricutiro, Felipe Cuara Amezcua, acude en demanda de auxilio, a las autoridades de Uruapan; envía al mismo tiempo, un telegrama urgente, al presidente de la República, General Lázaro Cárdenas del Río, fechado el 18 de febrero de 1943, que dice: “Han seguido temblores esta región carácter trepidatorio, contándose varias oscilaciones durante día y noche. Suplicamos mande ingeniero geólogo investigue sismos. Suponemos hundimiento”.

Dos días después, en una tarde crepuscular, en el llano de Cuyiutziro -aguililla-, cerca del poblado de Parhíkutin, Dionicio Pulido Mateo, hombre forjado en las duras faenas del campo, purhépecha bronceado por el sol y el viento, contempla, asombrado, que algo tibio late bajo las plantas de sus pies; quiere taparle los ojos al monstruo, pero todo es inútil, el nuevo huésped bosteza desde su averno, con su aliento fétido, azufroso.

Al poco tiempo, a manera de cientos de ramas que se quiebran mezclados con un sordo quejido, se levanta el dragón; sin comprender lo que sucede, Dionicio Pulido, presuroso se dirige a su poblado Parhíkutin, distante tres kilómetros.

Lo que nace, abre sus ojos al mundo, contempla el paisaje y envidioso, se levanta retando al ocaso empurpurado. Lleno de coraje, acomete contra la naturaleza, primero con bocanadas de humo, luego a manera de trueno, de relámpago, de cientos de cañones en tiempos de batalla, lanza su luz, su fuego, opacando así la claridad del día.

Sin ser la fiesta del pueblo, nos obsequia un castillo de mil colores.

Es así como nace el volcán bautizado como Parhíkutin, por estar en los terrenos del poblado del mismo nombre, el sábado 20 de febrero de 1943.

El pavor cunde entre los lugareños de Parangaricutiro, pues es tal la intensidad de los sismos, que se sienten en varios estados del país.

Parece una fragua que exhala humo negro, ceniza, arena, fuego y cientos de toneladas de piedras, que se transforman en múltiples colores antes de volver a la madre tierra, de donde segundos antes habían sido arrojados.

La noche es de día para los habitantes de Parangaricutiro, y el amanecer del día 21 de febrero, los encuentra en acuerdos, “que se debe salir inmediatamente, no importa el lugar”.

El monstruo ardiente no da tregua, sigue enfurecido contra todo, y contra todos; el peligro aumenta. Definitivamente habrá que salir de ahí.

La primera caravana, triste, con lágrimas en los ojos, abandona Parangaricutiro; los ancianos contemplas al monstruo, a su templo, sus chozas, allá a lo lejos.

Parece ya no haber lágrimas en los hombres, en las mujeres, en los inocentes niños; se contempla al que no deja de vomitar fuego, arena y piedra; a lo que sería una nueva maravilla del mundo dada a conocer el 20 de febrero de 1943.

El General Lázaro Cárdenas del Río y el gobernador de Michoacán, Félix Ireta Viveros, prestan apoyo al pueblo en desgracia; recomiendan que se evacúe de inmediato.

Para el mes de abril, se presenta la lava, y el pueblo de Parhíkutin, dice adiós a su paraíso, que ha quedado sepultado para siempre; una lápida negra lo cubre todo; Parangaricutiro se resiste a salir; hay ofrecimientos de los poblados vecinos como Zacán, Angahuan, Corupo, para hospedarlos, para formar con ellos un solo pueblo; a varias comunidades se han ido ya algunos.

La lava sigue su camino a 25 metros por hora; todo lo lleva consigo, todo lo funde.

Las autoridades ordenan que los habitantes de San Juan, deben salir del peligro inminente que ya está en las orillas del pueblo, y así fue que el 10 de mayo de 1944, los habitantes del poblado, transpone los umbrales de sus puertas para iniciar una nueva vida, un nuevo pueblo, un nuevo amanecer.

Entre el llanto del pueblo, que se confunde con el rugido del volcán, se pierden en el mar muerto, de piedra calcinada, aquellos lamentos y tristeza.

Así se inició el éxodo, inician el camino hacia Angahuan, a donde llegan por la tarde.

El dolor, la agonía, el llanto reprimido en los casi 2 mil habitantes de San Juan Parangaricutiro, ya no se puede soportar, se desahoga; las lágrimas, los quejidos lastimeros en los rostros purhépecha, cincelados con mármol de luna y bronceados con rayos del sol, salpican aquellos 4 kilómetros que los separa de su primera jornada.

Se camina lentamente, a lo lejos va quedando, como testimonio de lo acontecido, el templo con sus tres naves estilo renacimiento, como testigo de aquel cementerio negro; una última despedida, una última vista a aquellas tierras fecundas de maíz, frijol, peras, durazno y manzana; a sus bosques ricos en resina, carbón y tejamanil, medios todos de subsistencia por muchos años para sus padres y abuelos, y que ahora, han pasado a formar una sola vida con el volcán, con la lava que los abraza.

Al día siguiente, 11 de mayo, hay que seguir el viaje, ahora a la ciudad de Uruapan; una jornada de 33 kilómetros; la entrada es triunfal, se albergan en el templo de San Francisco.

El 12 de mayo, luego de una misa, se reinicia la marcha hacia el destino anhelado, hacia el nuevo amanecer, el lugar elegido es el llano de Los Conejos, una vieja ex hacienda enclavada a unos 10 kilómetros al poniente de Uruapan

La marcha es lenta, de cuando en cuando descansan bajo la sombra de grades pinares; sus pláticas versan sobre el pueblo abandonado que ha quedado lejos, en un ayer y el ensueño de un amanecer mejor; los jóvenes continúan con la frente en alto, retando a su vez al coloso que los arrojó a lugares desconocidos; los niños, ignorantes de la agonía del pueblo de sus padres. Para todos, es un pasado muerto, pero al mismo tiempo hermoso al contarlo, pero que los hace flaquear por momentos.

Llegan a Ahuanítzaro (agua de conejo), un vallecito donde nace el agua y que por muchos años los abrigará. Para algunos es un suspiro de alivio, para la mayoría, una desilusión al encontrarse con las manos vacías y un porvenir negro de nubarrones.

Este es el final del camino, aquí termina la peregrinación. Es éste, el lugar escogido. No hay casas para vivir. San Juan de las Colchas empieza a resucitar el 12 de mayo de 1944.

Trabajan de común acuerdo ayudándose en todo, poco a poco se va trayendo del pueblo destruido, lo que pueda servir.

Se trazan calles, la plaza, el lugar del templo; el pueblo se levanta, resucita lentamente, pero con pasos firmes, a costa de sudores, lágrimas, sacrificios, privaciones. El canto del agua, del jilguero, de las jovencitas que sirven el churipo durante el día.

Bibliografía: Zavala Alfaro David. Agonía y Éxtasis de un Pueblo. Mendoza Rafael. El pueblo que se negó a morir.

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